con esta IV parte, que espero que sepais disculpar por larga y con la que quiero dejar patente mi apuesta por la vida, ya que soy de los que creen que "nacemos para vivir y no para morir", siendo la muerte la conclusión inevitable de la vida, al tiempo que la idea y la experiencia simbiótica que se da en cada momento de la existencia.
No vivimos en la actitud de muerte, y sin embargo nuestros actos, pensamientos y emociones tienen tanto más sentido cuanto que son acompañados de la inequívoca presencia de su finitud.
Gracias a todos los que me acompañais con vuestros comentarios, dudas o experiencias. Sois para mi compañeros inseparables de este blog.
La práctica totalidad del artículo fue escrita por mi para la Revista de la AETG/2011.
".
El terapeuta encuadra la problemática de la muerte, tanto el
hecho objetivo como la angustia existencial que conlleva, en la vida personal e
intransferible de cada individuo, pero, a un tiempo, en el contexto familiar,
social y cultural en el que cada persona vive, pues somos hijos de un espacio y
de un tiempo. También le ayuda a entender lo que sucede, así como a experimentar las sensaciones y vivencias
de cada momento, del “aquí y ahora”.
El acompañamiento de personas en
trance de morir es una práctica muy valiosa y que cada persona puede experimentar.
Existen hoy asociaciones que permiten a los interesados acompañar y ayudar a
personas en este trance. Para mi, fue una situación que iluminó y dio
significado a lo que se conoce como las etapas
en el camino hacia la muerte (Kubler-Ross). Además, escuchar las vivencias a una
paciente, que aceptó la tarea de acompañar hasta su final a un moribundo, a quien no conocía, me hizo
comprender cuanto puede ayudar a una persona (y más si es obsesiva) el vivir de cerca algo tan duro y tan vivo como la enfermedad y
la muerte, y entenderlo en el
contexto de la existencia, paso a paso, de una manera gestáltica. Y, por supuesto, la ayuda tan
grande que supone para el moribundo ese desinteresado acompañamiento. La muerte
hace pequeños, relativiza, el resto de los problemas o vicios del carácter.
Personalmente, he vivido la
muerte como idea y como fenómeno cercano. En mi etapa mexicana, tuve una
experiencia en la que traspasé el umbral de la consciencia del yo y me perdí en un estado de locura
(situación que tiene similitudes con la muerte), a manera de
despersonalización, algo muy cercano a morir, según lo imagino. La sensación
era, según recuerdo, de no lograr integrar mi “yo” y estar con percepciones mentales de estar perdido en un mundo
de imágenes borrosas y sinsentido. Nada pasaba, como estar en un limbo, hasta
que entró la consciencia de ese estado y sobrevino la angustia al no poder
“regresar” a las sensaciones ordinarias de la vida. Fue -pienso- la fe en la supervivencia
y en mi organismo y la confianza en
mi terapeuta lo que me permitió regresar a un estado “normal” y, ya de vuelta y
repuesto, pude alcanzar una mayor alegría ante el hecho de vivir.
Durante otro tiempo, permanecí realizando
experimentos en los que trataba de vivir la muerte en vida. Era como imaginar y
traer al presente lo que sería estar muerto para, de esa manera, poder estar
preparado cuando llegara. También vinieron las terapias “de la muerte” , metiéndonos en un ataúd y haciendo procesiones tenebrosas y tragi-cómicas.
Aquello solía hacer despertar a los “muertos en vida” y reintegrarlos a la
consciencia de estar vivos (existe la leyenda de que el emperador Carlos V,
entre otros, preparaba así su muerte, haciéndose meter en un féretro ).
Esto hoy me parece casi absurdo o innecesario, aunque al yo
de entonces le interesaba en exceso. Era una etapa. Y lo veo innecesario porque,
mientras hay un hilo de vida, de conciencia, es inútil tratar de traspasar
nada, pues todo puede ser remitido a esa conciencia de vida. Lo mismo las
experiencias cercanas a la muerte (relatadas, entre otros, por R. Moody), que
las prácticas por medio de sustancias psicotrópicas (que describe, entre otros, S. Grof), que los éxtasis místicos (o meditativos) en sus diferentes
manifestaciones. No niego su validez y conveniencia como experiencia,
enriquecedora para la vida; pero
se trata de una práctica de, para y en vida, pues de la muerte nadie ha regresado
para contarlo. Es verdad que, dicen los filósofos experimentados, quien no teme a la vida tampoco teme a
la muerte. Y puede que lo contrario sea también verdad: quien no teme a la
muerte tampoco teme a la vida y por tanto puede sostenerla con plenitud.
Pienso que el terapeuta adiestrado (y no solamente él) puede hacer acompañamientos fundamentales y muy útiles en esta temática tan
profunda y difícil. Siempre recuerdo con agradecimiento y afecto a mi última
terapeuta, ya fallecida, que supo mostrarme caminos de crecimiento en momentos
en que mi vida atravesaba situaciones reales de peligro. Trabajaba con ella desde
la óptica gestáltica, el día a día, y la tarea con los sueños fue de enorme
utilidad, ya que tenía por entonces mucha actividad inconsciente que me
alarmaba. En una ocasión, en que me hacía ver una parte de mi sueño, se encaró a
mi y me espetó algo así: “no te veo preparado para morir, tus figuras son intensamente vivas y es más la
angustia que padeces que la realidad”. Efectivamente, estaba disponiendo
prematuramente el terreno, metiéndome anticipadamente en un catafalco presente/futuro,
y dejando de lado la enorme cantidad de experiencias que estaba viviendo y
podía vivir todavía. La angustia alejaba el presente. Recuerdo la frase que
Henkel hace decir a su personaje el inspector: “hay un tiempo para vivir y un
tiempo para morir”…
Cuando la muerte como idea se transforma en hecho, la
vivencia cambia del todo. Esa fue para mi la inmensa diferencia de pensar que
podía morir a estar cercano a pasarlo, cuando mi corazón falló y
sentí que mi tiempo se había terminado. Pero nada me autoriza a pensar que lo
viví ya que, una vez más, el impulso de vida de mi organismo se colmó al llegar la ayuda a tiempo. La visión
que estaba teniendo de que la puerta se cerraba se esfumó y la instalación
de un mecanismo ingenioso para mi corazón hizo que la vida entrara de nuevo a
raudales. No era tiempo de morir. De abrir esa escotilla que Memo no
encontraba, cuando cercano ya a morir, se lamentaba de no hallarla para poder
partir. Puede que muriera en el momento en que la vio: era la puerta trasera, la que
conduce a la muerte, mientras que la que se franqueaba para mi era todavía la
de delante, la que se abre a la vida.
Son estas experiencias las que
más me han sido útiles a la hora de entender la muerte y al que va morir. Para
mi no se trata ya de dar esperanzas o ideales que no siento. Tampoco de quitárselas al que sí las
tiene: ilusiones de seguir viviendo o de pasar a “mejor vida”. Lo principal es
estar en el presente de quien va a morir y atravesar cada momento, cada etapa,
al igual que, en lo ordinario, es estar en el presente de quien vive, o de
conducirlo empáticamente hacia esa vivencia. La entrega al presente, tan
liberadora en la terapia de los vivos, es igualmente sanadora para los que van
a partir.
A este respecto, hace poco, tuve esa sensación con la obra
(escrita y luego producida en film) que narra el paso hacia la muerte del
periodista T. Terzani, admirablemente narrada por su hijo, quien
representa, desde las entrevistas que hace a su padre moribundo, al terapeuta
gestáltico.
Se trata ciertamente de permitir
que la persona pueda expresar lo que atraviesa (en sensaciones, en palabras, en
gestos), sin llevarlo ni conducirlo a ningún lugar: hay una necesidad, en Terzani,
de recorrer toda su vida profesional, su pensamiento familiar, social y
político, su forma liberal y
anarquista de ver la vida, su
rebeldía ante el poder y los poderosos, ante los que mancillan la libertad en
nombre de la revolución o de la democracia, toda esa vida marcada por la
libertad personal y sin embargo emocionalmente vinculada a la mujer que le
acompañó más de cuarenta y cinco años, y a la que le dedica frases en las que
el amor va más allá que cualquier pensamiento libertario…
Me atrajo encontrar algunos
asuntos en que, como no podía ser menos, me sentí identificado. El ideario de Krishnamurti,
entre lo que destaco el que el pensamiento (el pensar acerca de) es precisamente lo que nos impide captar la
realidad en toda su dimensión, puesto que la limita, le pone una forma pre-determinada:
una vez más la fórmula gestáltica de que “una rosa es… una rosa… una rosa… una
rosa…” y la percepción es única, en tanto que la descripción es rica y variada,
necesaria aunque deformante.
Y relata la experiencia de
plantar patatas podridas, que en la primavera darán plantas nuevas, esta imagen
que tanto tiene que ver con la semilla que muere y germina de nuevo, en una
planta similar pero diferente, que contiene toda la esencia de la anterior y
sin embargo una existencia distinta. Toda una filosofía de la muerte,
existencial, hegeliana en tanto que la muerte es portadora de vida y por ende
necesaria: el antiguo mito agrario de tantas corrientes espirituales, luego
religiosas. Por ello, su hijo Folco, imbuido de hinduismo y de ánimo experiencial, se
atreve a aseverar que toda la filosofía “alemana” acaba siendo inútil ante la vivencia
( y uno se pregunta: bueno, ¿porqué solamente la alemana?) que nos implica
directamente con la vida, a su vez
imbricada con la descomposición, con la muerte. Hay algo de “eterno retorno”
nietzschiano en este desposorio entre vida y muerte, en este constante devenir
en el que no puede existir lo uno sin lo otro.
Principalmente, destaco su
aseveración de que la vida tiene que ser recorrida de forma libre y con la
menor cantidad de ataduras posible. Y ¡Cuidado!: ataduras no significa no
compromiso, sino implicarse esencialmente con aquello que nos hace libres ante
los demás, ante lo demás, con individualizarse. No hay más ligazón que la de tratar
en cada momento de “ser uno mismo”, de hacer aquello en lo que se cree, que se
siente, que nos mueve hacia ; y eso sí, nos hace más ricos y más sabios. Terzani afirma y concuerdo,
que eso nos hace más felices o felices durante más tiempo de nuestra vida.
Y, sin pretender ser exhaustivo, hay un momento en que dice ¡No! Se atreve a desobedecer a su
guía, al Viejo Maestro de la Montaña de los Himalayas, quien le urge que abandone
a su familia para poder ser más libre en el momento de la muerte, que está
siendo el de la vida. Ese ¡No! vuelve a hacerle paradójicamente libre, pues su
propio compromiso va más allá de cualquier atadura, de cualquier ideología, de
cualquier “maestro”.
Y me acordé de Sheldom Kopp , cuando recoge la frase
oriental de “si encuentras a Buddha en el camino…¡mátalo!” Mátalo porque, en
ese momento de vida, ya solamente es posible seguir al buda, al maestro,
interior. Y es ese magnifico buda interior el que afirma que quiere la compañía
de sus más allegados, hasta el momento en que haya de abordar el avión que le
lleve ya fuera de esta realidad. Y es ese momento de profunda dulzura, en el
que la esposa y los dos hijos se despiden y el pasajero aborda el último vuelo.
A conciencia de que no ha podido resolver todo, de que hay planteamientos
existenciales que quedaron sin comprender, significados ya sin importancia ante
el abandono final.
Y, en este final de vida,
entregado al último momento, ¡Qué importa!: marcha desnudo, habiendo dejado las
ataduras del deseo y con la inmensa gratitud de haber podido vivir su vida.
Claro que se trata, además, de una vida repleta de aventuras, de alegrías, de
éxitos y fracasos. Pero siempre marcada por un desbordante optimismo y una
fuerza vital maravillosa. Y el personaje se atreve a decir que agradece en especial a su enfermedad,en este caso
al cáncer, que le ha hecho comprender la vida de una manera diferente, en toda
su plenitud.
Recordé en ese momento a una persona
a la que mucho amé. Su pelea con la muerte por amor enorme a la vida y su sufrimiento, que le hizo decir ya
cercana a fallecer : “qué triste es morir”. Frase que me causó un dolor enorme
en el instante, por lo mucho que la quería y al percibir la tristeza que la
embargaba al dejar la vida.
Y sin embargo, como si fuera hoy, recuerdo como el
sufrimiento la fue moldeando hasta lograr aceptar la partida. Los besos con los
que nos despidió, casi su única función vital intacta a los largo de aquellos
días. Hasta que el cuerpo se rindió y el espíritu pudo hacerlo también.
La muerte de Tiziano, tal como la
describe su hijo, me recuerda la de un “iluminado”. Siento ahora la iluminación
como la aceptación de la vida como es, transitoria, relativa, efímera, ligada a
la muerte, la cual recoge los restos para entregarlos de nuevo a la Naturaleza:
Deus sive Natura (Spinoza)
El recuerdo de los ausentes que partieron con aceptación no me
hace sentirme triste de que ya no estén, pues permanecen en mi memoria y percibo
cierta alegría porque se hayan podido ir a su manera: así como habían vivido, comprometidamente.
Haciendo lo que su naturaleza les dictaba.
Esto es lo que deseo para mi vida
y para mi muerte.
El acompañamiento en la muerte,
es un modelo de estar en el presente, del “how
and now”, de no perderse en la esperanza, sino de estar en aquello en lo
que la persona está viviendo hasta el último momento.