martes, 9 de agosto de 2016

El adios

El adios.



  EL muchacho continuó caminando apesadumbrado.

  Envuelto en sus pensamientos, apenas era capaz de reconocer el camino que, entre luz y sombra, se mostraba en su esplendor. Plantas de todo tipo, aves que se apartaban y emprendían el vuelo en el cielo azul intenso, nubes que ascendían blancas como la espuma del mar...

  Nada parecía valer la pena.

  Se le apareció la idea de morir. Veía entonces como sus allegados reconocerían su amor, sus ideales, y las malas jugadas que había tenido que padecer por su egoísmo hacia él.

 Sin embargo, en ese  instante algo le sacudió. Rompió a llorar. Se detuvo en una sombra hasta que las lágrimas dejaron de caer. Y se acordó de Tom Sawyer viendo su propio entierro. Un fogonazo de vida le enderezó y sintió la rabia y la fuerza ascender por su columna. El aire entró con fuerza en su pecho.

  Se dio cuenta de que, en el fondo mismo de su vida, estaba solo. Solo ante su responsabilidad, ante sus decisiones.Pero también ante sus pensamientos y sus emociones. Unicamente él podía decidir si detenerlas o continuarlas.

  Nadie, por mucho que lamentara su desaparición, podría reemplazar a su propia vida.

  Y, por demás, quien sabe si valía la pena desaparecer para que otros le reconocieran.

  En ese momento mismo, dejó de ser un muchacho y pasó a convertirse en adulto. Se miró en el riachuelo que corría paralelo al sendero.

  Vio un surco en su frente.

  El surco de la responsabilidad inalienable. Que cada quien carga con mayor o menor esfuerzo.

 Y prosiguió su camino.