lunes, 22 de octubre de 2012

Libertad para vivir y para morir


Libertad para vivir y para morir (En recuerdo de A.)

Hace unas semanas A. me dejó un mensaje en el contestador. Se había acordado de mi y me llamaba para despedirse.
 Al  poco tiempo, logramos hablar directamente. Hacia ya bastantes años que no nos veíamos, aunque ocasionalmente me habían dado noticias de su difícil situación emocional y psicológica.
 En la conversación por teléfono me compartió que estaba harto de vivir. Que su vida no hacía sino causarle sufrimiento, que involuntaria o voluntariamente descargaba en las pocas personas que le rodeaban y le querían y a las que, en consecuencia, también hacia sufrir.
Para él la situación hacia tiempo que había llegado a un límite intolerable y por deferencia a determinadas personas, había aguardado un tiempo para ejecutar su decisión, que era ahora inaplazable e irrevocable.
Su voz me llegaba estremecedoramente tranquila y reposada. Su tono absolutamente resuelto y decidido. La llamada –me dijo- era un adiós, una despedida a tiempos pasados juntos, a memorias de otrora que recordaba con gusto.
Su llamada era también un reconocimiento, según me dijo, al afecto y al respeto que había sentido y sentía por mi y que sabía recíproco.
Tal vez por lo impresionado que me sentía, tal vez porque no podía admitir que una persona relativamente joven pensara en “quitarse de en medio” (con sus propias palabras), y sin duda por el cariño que le guardaba,  intenté disuadirle de su decisión con argumentos que ahora me parecen insuficientes: la responsabilidad familiar y de amistad, la posibilidad de iniciar algún tratamiento psicológico o médico para mejorar su calidad de vida, la posibilidad de que el futuro deparara mejores situaciones… Nada de esto le conmovió. Su disposición era firme, razonada y consciente, incluso diría que con el grado máximo de consistencia.
Tras llevar a cabo algunos contactos que me pareció debía  y necesitaba hacer en relación a A., quedé sumergido en un  vacío. No es mi interés ahora narrar todas las cosas que fueron pasando en aquellos días, hasta que, al poco tiempo, un amigo común me llamó para decirme que la víspera A. había llevado a cabo su medida. Según supe, murió tranquilamente sentado en su sofá, tras haber pasado la tarde anterior con alguno de sus más directos conocidos.
¿Porqué comparto esta triste vivencia? Por que, a raíz de su desaparición, fueron muchas las veces que pensé y todavía pienso en esta persona. Me motivó a indagar algo más sobre el panorama de la libertad para quitarse la vida y más tomando en cuenta que suele ser algo que deja un poso amargo y suele ser mal aceptado,  cuando no condenado, socialmente.
Está claro para mi que disponer sobre la propia vida  es una decisión libre y clara y no por ello difícil. Clara particularmente y no por ello menos dramática, en casos en que seguir vivo solamente puede acarrear mayor sufrimiento físico, como en el caso del Ramón de la película “Mar adentro” (Alejandro Amenabar, 2004), o en casos en que la muerte se ha producido ya a nivel cerebral y se  trata de desenchufar los prolongadores artificiales de la vida vegetativa.
Pero ¿y si se trata de una decisión tomada libremente porque ya la vida no vale la pena a quien la vive? Algunos profesionales de la psicología dirán que puede tratarse de una locura transitoria, de una depresión tratable y por tanto que hay que “curar” a esa persona que padece una “locura transitoria”. Los que comparten ideas y creencias “religiosas” pueden alegar que la enfermedad  es un sufrimiento que debemos aceptar, porque así lo quiere la divinidad que busca nuestro bien y que nosotros no somos capaces de alcanzar esa suprema visión…. Determinadas corrientes filosóficas argüirán que la vida es un valor soberano, el mayor desde el punto de vista axiológico y que ha de ser valorado y respetado por encima de las volubles e inconstantes valoraciones personales…
Ninguna de esas argumentaciones me vale al día de hoy. Al menos cuando se da una decisión libremente aceptada, hasta donde conozco el sentido de la palabra libertad.
Unos días después de la desaparición de A. fui casualmente al cine. Iba a ver un film y me equivoqué sincrónicamente de sala. El error me llevó a ver: “Cinco días sin Nora” (un film de la directora  mexicana Mariana Chenillo). Una mujer que se quita la vida, harta de sufrir emocionalmente, castigada por lo que podríamos llamar depresión profunda e incurable. El tema de la historia es la incomprensión ante el suicidio, de los familiares, de los amigos, de los religiosos (en este caso judíos).
Pero la protagonista ha preparado muy decentemente su partida, procurando no solamente no hacer daño, sino hacer el mayor bien al tiempo que está “quitándose de en medio”. La trama se va desarrollando de tal manera que acabé sintiendo un profundo respeto y cariño hacia la mujer, aún lamentando su muerte y entendiendo el enfado y la sensación de abandono de los que la rodeaban.
Y me ayudó mucho a entender a A.  y también mis propias sentimientos.
Me di cuenta de que, en un principio, había sentido enojo por la pérdida y frustración por no haber sabido “convencerle” de que permaneciera en este mundo hasta que le tocara la Parca. Había algo egoísta en  mi. Pero más tarde, y tras algunas sesiones de meditación y de reflexión, percibí la enorme libertad que esta persona se había dado, aún cuando haya podido causar dolor por su desaparición a mi y más todavía a personas bastante más cercanas a él  que yo mismo.
Desconozco a estas alturas si la libertad es una facultad real del humano o es simplemente una categoría filosófica, social, religiosa o incluso penal. Puede que, cuando lleguemos a tener mayores datos sobre el cerebro, tengamos perspectivas diferentes  y más certeras de las actuales.
Pero, suponiendo que esa  tal libertad exista, es decir que podamos tomar decisiones diferentes ante una misma situación, esa libertad conlleva para mi el disponer de la propia vida, como algo maravilloso sin duda, el mayor valor con casi total seguridad,  pero cuya administración nos corresponde de acuerdo con nuestras facultades.
Y dentro de ese margen de libertad, está calibrar si vivir o continuar viviendo es algo deseable, o ha dejado de serlo, tomando, en consecuencia, todos los elementos que componen nuestra vida, esa configuración, esa gestalt, que nos vincula a los otros y al universo entero.
Por supuesto que se trata de una opinión personal, fruto también de que no creo en ningún ser superior que opine lo contrario.
El escritor francés Albert Camus se atribuye la frase de que “lo único verdaderamente importante en este universo es decidir si uno quiere o no seguir viviendo” (probablemente hace una alusión mucho más directa al suicidio). Vivimos en un mundo lleno de contradicciones y de oposiciones, de las que destaco ahora simplemente amor y odio, placer y dolor, vida y muerte, creación e indiferencia… Vivimos una vida necesariamente limitada, en tiempo y en espacio. Y como mucho de un centenar de años. Para algunos, ese espacio/tiempo puede ser casi un paraíso. Para otros casi un infierno.
Nada nos obliga a estar vivos. Si lo estamos, puede ser por instinto, por amor, por responsabilidad, por deseo, por responsabilidad. Pero, ciertamente, no por obligación, ni porque alguien nos vaya a castigar si decidimos partir antes de lo que se supone que deberíamos. Sé que esto contradice muchos códigos. Actualmente no comulgo con ellos.
Para mi, la vida es un largo aprendizaje hacia la libertad y hacia la responsabilidad. Y, en este campo,  la libertad es llegar a tomar únicamente las determinaciones que hacen bien, a sí mismo y a los demás. Por libertad, no por deber ser.
No autorizo a los demás a tomar esas decisiones por mi. Al día de hoy, asumo totalmente esa “libertad” y pido a los que me quieren que la respeten y que me ayuden a llevarla a cabo. En la vida principalmente, pero también en la muerte.
Por eso tal vez,  siento paz al pensar ahora en A. Tomó su decisión y fue respetado en ella. También siento tristeza por su ausencia. Pero esa es mía, y muy probablemente no suya.
En el film de Nora, un rabino más sabio que otro acepta que sea enterrada con su familia y no relegada a un camposanto frío en donde yacen ateos y asesinos por igual. como pretendía la religión oficialista. El rabí le dice al hijo que busca un lugar decente de entierro para su madre, cuando le pregunta sobre la opción de  la difunta, estas sabias palabras: “solamente dios sabe lo que pasa por la mente de una persona cuando muere ¡quienes somos nosotros para juzgarla!”.
Descanse en paz A.
Y, para mi mismo, recuerdo que nadie muere. Simplemente unos se esfuman antes que otros.

19 de octubre de 2012


miércoles, 17 de octubre de 2012

El verdadero mito

"Ruego a "Dios" que me guarde de Dios
Meister Eckhart

El humán no vive directamente en la naturaleza o en contacto desnudo con ella, como los animales, sino dentro de un universo mitológico, un corpus de suposiciones y de creencias desarrolladas a partir de sus intereses existenciales. La mayor parte de ellos tienen una forma inconsciente....
N. Frye


Una de las tareas esenciales de quien quiere alcanzar la libertad, es decir la independencia de los introyectos que funcionan en lugar del si mismo, es profundizar en las  creencias, en las verdades relativas establecidos en nuestra mente a lo largo de nuestra vida, de nuestra herencia, de nuestra cultura. Y tras una (con frecuencia)  feroz lucha, poder  desembarazarse de todo aquello cuyo sentido ha sido sostener el miedo a percibir la realidad tal cual es, la pereza o indolencia para llevar a cabo una vida única o la mera representación de papeles sin enraizamiento en nuestro verdadero ser.
Es una tarea casi siempre lenta, que precisa de una enorme voluntad y de un espíritu libre. Tenemos grandes predecesores en la empresa y la historia de la humanidad, así como el ejemplo en la naturaleza nos puede ser de enorme ayuda. Sin embargo, generación tras generación la impronta de ese universo mitológico al que hace referencia la cita de Frye recaba de nuevo nuestra atención, o simplemente nos dejamos caer en lo inconsciente y olvidamos de nuevo el verdadero sentido.
A lo largo de miles de años, y desde los primeros símbolos paleolíticos, pasando por la Gran Madre neolítica, fusión de los principios masculino y femenino, encarnado por el principio solar y por el lunar, las religiones han ido ocupando espacios en el profundo Misterio de la vida.
"Dios" ha sustituido al principio divino, y el miedo ha transformado la fe en la experiencia personal  en fe sin experiencia .
Se nos priva -o nos privamos- así de un principio (representado por la obscuridad, el caos, lo femenino) y lo aceptamos de buen grado para seguir a un principio salvador, heredero de la dinastía patriarcal. Pero ese "salvador" (representado en la iglesia actual cristiana por Jesús) no puede substituir a la experiencia personal:  y los viejos miedos toman  refugio en lo más interno y se esconden para salir de nuevo en cuanto la inseguridad reaparece,
Las formas de encontrar los mecanismos paterno-maternos, que pueden trabajarse sicológica y emocionalmente,  han de proseguir recogiendo los contenidos inconscientes instaurados en cada uno a lo largo de la historia de la humanidad.
Algunos han pretendido hacer esto mediante el aprendizaje de las raices familiares.
Otros tratan de verlo en la forma de los enlaces o constelaciones que forman las familias.
Todo lo anterior puede servir y ser de utilidad. Pero sin embargo, el darse cuenta de nuestra procedencia en el sentido más amplio, de las consecuencias de la evolución en el planeta Tierra y en el Universo desde que conocemos su comienzo, los descubrimientos de la arqueología humana, creo que nos llevan a las más profundas raíces de nuestro ser.

Para mi este es el sentido de una búsqueda profunda y trascendente.

jueves, 11 de octubre de 2012

Cansancio

A veces el cansancio es el resultado de una situación indefinida en la que el yo no tiene una meta hacia donde dirigir su fuerza, su entusiasmo. 

Aunque el deseo puede ser la mayor fuente de desdicha, es también lo que nos mantiene con la atención puesta, con la energía en movimiento, con el nivel de stress necesario para crear una tensión de dentro a fuera y de afuera adentro.

En la era infantil el niño canaliza su deseo a través del juego , del aprendizaje, del ensayo/error. Un nivel adecuado de frustración crea la tensión, el contacto entre el sujeto y el mundo.

La adolescencia, ese tránsito entre el infante y el adulto, es el momento en que los deseos e ideales son puestos a prueba. El puber entra poco a poco en el mundo frustrante y objetivo del adulto y en la mayoría de los casos logra integrarse en la realiación de objetivos internos y externos. Mucho de la posterior sensación de plenitud depende de esta capacidad para realizar metas y objetivos, junto con una socialización e integración adecuada.

Vivimos estos años en un periodo que parece de transición entre objetivos que han quedado atrás y otros que no terminan de aclararse. Por ello, encuentrome con bastantes personas que me dicen que están cansadas, agotadas, desenergetizadas.
Y es el que el nivel de frustración es muy alto. Pocas personas trabajan, cuando lo hacen, en algo que les satisfaga y quedan colgadas de la esperanza de encontrar algo que les llene, que les guste, acaso sin darse cuenta de que es preciso poner gusto en lo que se hace, por escaso que resulte.
Necesitamos volver a jugar, que la actividad que realicemos, cualquiera que sea ,se vea recompensada por un nivel suficiente de contentamiento.
¡Dificil tarea en un momento en que tantos ni tiene  trabajo remunerado ni ven posibilidad de tenerlo!
Y entonces el cansancio, la fatiga, la frustración se apoderan del organismo y nada parece que valga la pena.
Es preciso revisar objetivos de acuerdo con las posibilidades reales, pues de lo contrario el organismo inventa un mecanismo todavía más duro, la depresión o la somatización, para tratar de llamar nuestra atención sobre como estamos afrontando la realidad.
Momentos en los que la amistad, la solidaridad, la creatividad, el juego, son más necesarios que nunca.
Atendamos por tanto al cansancio y veamos cual es el mensaje real.