viernes, 24 de julio de 2009

La Oriental


El socorrido cartel anaranjado de "se alquila" pende inerme en el escaparate en que los crujientes croissants se apiñaban, junto a palmeras glaseadas, bollos y otras delicias. Una verja metálica antigua confirma, carcelaria, el final de una época.
Doña María Teresa ya no está, sentada al fondo de su pequeña pastelería. Y, sin embargo, la veo, siempre exquisitamente vestida, delgada al extremo, sus labios repintados para marcar una carne que el tiempo se ha llevado desde hace años. Su voz firme y orgullosa, vendiendo el producto como el mejor. Nunca puedo olvidar la primera vez que probé su pastel de chocolate y el ponche segoviano: "me lo compran en la Casa Real"...
Convencida de que su obrador era el mejor, no le faltaba razón. Por la redonda era dificil conseguir un croissant crujiente, hecho con mantequilla, que me recordaba esos que uno se tomaba en Paris en los café du coin y que habitualmente en Madrid están hechos con pasta de bollo, bien diferente de textura.
Doña María Teresa, Tere, es una mujer fibrosa, bien sobrepasados los setenta, que perdió en su dia a su marido y a su único hijo y que supo mantener firme su negocio en las inclemencias de los tiempos, personales y nacionales. Sabe su valor y lo declara. Su rostro refleja el sufrimiento del tiempo, "les ravages du temps", pero no se inclina ante él. Lo supera con firmeza y se alía con sus productos encontrando el valor más allá de las arrugas.
Es uno más de esos viejos comercios del Centro que se pliega al cambio.
Pregunto en la peluquería contigua por ella: "se ha jubilado"; pienso, bueno, una más que no quiso decir que se retiraba, que prefiere marcharse como si fuera el primer día. Tal vez en el comercio esa no es una frase que se dice, o es una de esas que ni uno mismo se dice.
Pocas cosas sobrevivien hoy en día para darnos un sostén de eternidad.
Una vez más hay que buscar en el interior de sí mismo, para encontrar -tal vez- consuelo o remedio a la inconsistencia de nuestro inestable ser.

lunes, 6 de julio de 2009

Awareness


Ayer tuve la sensación de entender la irrealidad. Lo neurótico iba a decir, si no fuera porque no quiero utilizar esa palabra medio médica medio psicologica.
Si. Fue tan intenso el darme cuenta de como se iba de la realidad, de cuantos trazos ponía en el simbolismo, de qué torrente de fantasía ideática negaba la presencia de la emoción sentida, que una persona tras otra fueron desfilando como fantasmas. Como sombras que no se lograban integrar en lo que estaba sucediendo.
Y lo paradógico es que el asunto estaba lleno de emoción, a veces de llanto, de lágrimas. Y que percibía que eso era así y en ese momento no podía ser de otra manera. Que era el paso -que yo mismo di en su día- de acercarme al contacto con lo real.
Y al mismo tiempo estaba desconectado de lo que estaba pasando.
Los árboles mecen sus ramas, las flores inundan el aire en un desenfreno de olores, de perfumes, de encanto. Algún pájaro regala su trino. La montaña aparece tejida de verde obscuro.
Y nada se detiene.
Solamente las emociones siguen su camino, abriéndose paso por entre la realidad, declarando su independencia de lo que sucede... Y parecen reales... Pero yo las veo desconectadas de lo que pasa fuera.
Son emociones necesarias, imprescindibles.
Y no dejan hueco para percibir lo que pasa afuera.
Lo interno y lo externo no se encajan.
Me doy cuenta de que estoy bien arriba del camino. Sin prisas ahora.
La palabra mansedumbre rebota en mi conciencia. Manso y sin embargo con empuje.
Manso como el ciervo cuando rumia, cuando corre, cuando con sus cuernos pelea con otros o con el oso que pretende devorarlo.
El aire mansamente acaricia mi piel...
Y no pido nada.