Las plantas, mi vida y
los adioses
Cuando era niño solía ir al parque con mi
abuela. Creo que fue la primera persona que me enseñó a reconocer y a amar las
plantas. Solíamos ir con un pequeño cuchillo a coger puerros silvestres y hojas
para la ensalada. Miraba los árboles con admiración y con dulzura y le
fascinaban las lilas y las rosas que abundaban en aquél lugar.
Luego supe que grandes hombres como
Rousseau y Jung habían amado y respetado a nuestros compañeros de vida vegetales y me
sentí más acompañado.
Con el tiempo, me vine a dar cuenta que
pasear entre el bosque o en los grandes parques me producía una especial
sensación de serenidad, alegría y de
contento. De ahí, me puse a contemplar aquellos seres de tan distintas especies
y de gustos y hábitats tan diferentes.
Árboles y arbustos, plantas pequeñas o herbáceas, líquenes, son todos ellos
seres que me acompañan desde hace muchos años.
Ahora, en muchas ocasiones, comparo los
hechos de la vida –y de la mía en particular- con lo que les pasa a las
plantas.
Observo qué he sembrado en mi vida. Unas
cosas las he querido sembrar y otras no. O he podido.
De las que he sembrado algunas se murieron
antes de crecer y no se han desarrollado. Otras han crecido. Algunas llegaron a
florecer con esplendor, otras no. Algunas de las que florecieron llegaron a dar
fruto y esos frutos fueron sabrosos y nutritivos.
Sin embargo, grandes y florecientes esperanzas no fructificaron y
se quedaron ahí, como mera belleza que sirvió para que abejas se lo llevaron para hacer mieles que otros
probaron.
Y lo que más duro me resulta en estos días
es que alguno frutos que eran dulces se
han tornado amargos. O el árbol que con tanto amor cuidé, se secó.
Y es que las plantas, al igual que los
hechos y las relaciones humanas, que las obras que hago en mi vida, tienen su
propio destino, no siempre dependiente de que las cuide, las abone o las
riegue.
Aunque cuando el árbol no da frutos ni
tampoco sombra, a veces da madera para calentar o para hacer algún objeto útil
para sembrar nuevas plantas.
Y me resulta duro y doloroso el recuerdo
de aquellas flores, de aquellas sombras, de aquellos frutos.
Y bien dice el filósofo, nada permanece,
todo cambia.
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