Con el título de la lujuria finalizo el recorrido por los pecados capitales, o errores de visión pasional.
Puede que este último resulte más denso, a lo que he podido recoger de algún comentario. Ya me diréis qué os parece y si la flecha ha dado en el blanco.
Miguel Albiñana
LA LUJURIA Y LA INVASION DEL OTRO
“Los siete pecados capitales son la verdadera naturaleza del hombre. Ser codicioso. Tener odio. Tener lujuria. Por supuesto que tienes que controlarlos, pero si te hacen sentirte culpable por ser humano, vas a quedar atrapado en un ciclo infinito de pecado y arrepentimiento del que no puedes escapar.”
Marilyn Manson
La palabra castellana lujuria proviene del latín, una vez más. Luxus, que da el vocablo “lujo” en español, evoca abundancia. En castellano, se dice de una “naturaleza lujuriosa” refiriéndose a exuberante en vegetación, o en aromas, frutos y flores. Es interesante c comprobar cómo una palabra deriva en otra, hasta el punto de llegar a abandonar su sentido original para incorporar otro distinto.
Hoy día, decir de alguien que es lujurioso está lejos de significar abundancia. La palabra es peyorativa, e incluye un juicio negativo de valor que se refiere al deseo sexual desordenado, manifestado o no, y que es sinónimo del pecado de la lujuria. Se dice, por ejemplo, de una persona lujuriosa que “sus ojos manifestaban deseo sexual” (o su gesto, o su movimiento) sin que sea necesario que haya avances en la acción.
«Las cosas en sí no atormentan a los hombres, sino las opiniones que tienen de ellas».
Epícteto
Según enseña la Iglesia cristiana, la lujuria, como todos los pecados cristianos, se produce por “pensamiento, palabra, obra u omisión”. Es frecuente entenderla únicamente por obra, sin embargo, es obvio que el pensamiento y la palabra lo pueden ser también. Parece más difícil imaginárselo por omisión.
La acción de la persona lujuriosa conlleva un desprecio hacia la voluntad, libertad o elección de quien está enfrente. Una mirada lujuriosa no toma en cuenta el sentimiento que produce en quien la recibe. Y, por supuesto, lo mismo sucede cuando se trata de palabras o acciones (me pregunto cómo se puede ser lujurioso/a por omisión y por el momento no se me acurren ejemplos…).
La lujuria, al igual que los pecados capitales hermanos, es un desbordamiento de la pasión hecha acción (aunque, desde luego, también pensamiento y emoción). Sin embargo, incluso entendida únicamente como desorden sexual, nace de un impulso sano. La atracción sexual, el deseo de contacto y su culminación en el intercambio sexual, es algo que forma parte del bagaje biológico animal, en este caso del humano: tiene su razón de existir.
En el cristianismo, se ha atribuido importancia particular a la lujuria sobre todo en función de una moral anti o contra sexual. El hecho de que, desde el primer milenio de nuestra era, los religiosos y las religiosas cristianas tuvieran prohibida la sexualidad, en todas sus formas y manifestaciones, alejó cada vez más el placer de la sexualidad en una vida que se pretendiera religiosa y profunda. Se quiso alabar la contención sexual como forma de acercamiento a Dios, pero en realidad todo se transformó en represión y en dominación, tanto interna del individuo, como externa desde la violencia del poder religioso y político. Se aceptó mantenerla, en los laicos, como mal menor, para la reproducción de la especie (véase Agustín de Hipona). Los ideales se superpusieron a la realidad.
El siglo XIX europeo (y el de las colonias británicas devenidas independientes), y su moral “victoriana”, terminó por dejar la expresión sexual en las catacumbas, como algo de lo que no se debía ni siquiera hablar. Se llegó a transformar en algo secreto, prohibido, casi un tabú. El escritor Oscar Wilde lo ha descrito con ironía, cuando no con amargura, entre otras obras en su “retrato de Dorian Grey”.
Todavía hoy en día, la Iglesia católica se erige como defensora de la moral sexual tradicional, y deja así, infelizmente, más alejados, cuando no arrumbados, otros asuntos de enorme trascendencia social e individual, como son el desastre ambiental actual que conlleva el cambio climático, la pobreza desenfrenada en amplias áreas de población mundial y la injusticia en general.
Al igual que cualquiera de los deseos que nos acaecen, la sexualidad tiene manifestaciones sanas, que lleva a satisfacerla y, como tal, una vez satisfecha y concluida, a poderse sentir plena y dispuesta para una acción diferente. En el juego tan gestáltico de “contacto-retirada”, la satisfacción del deseo sexual es un lujo, un gozo, que alegra y da sentido a la vida. El contacto físico, erótico sexual, da plenitud a la existencia y conlleva, tras su satisfacción, la retirada necesaria para que el organismo se prepare a una acción diferente.
Considero que el punto relevante a efectos de comprender la manifestación neurótica del “pecado-error” es éste: se trata de lograr “una acción distinta”. Nunca habrá de ser la misma, aunque se realice con la misma persona. Los actos que nacen de las pasiones son repetitivos y automáticos. Tienen un movimiento mecánico y de falta de consciencia. Le sucede a la lujuria, como al resto de las pasiones, que arrastran, impelen, obligan al sujeto a realizar acciones (pensamientos también y expresiones emocionales) que no están sujetas, subordinadas, a una verdadera libertad personal e individualizada. A un auténtico contacto con la necesidad verdadera.
Por ello, en el cristianismo en particular, se han opuesto a las pasiones las virtudes, que desde su etimología de “fuerza”, encauzan los ímpetus exaltados e inconscientes a objetivos que permitan calibrar qué realmente hace falta y qué es un producto de una fuerza enajenada.
Por otra parte, frente a la pasión sin fronteras, aparecen las limitaciones, las barreras culturales, sociales y legales. Esos limites pueden ser necesarios y vitales para el equilibrio personal y social, y también devenir castrantes y perversos cuando no toman en cuenta la dignidad y la libertad humanas.
Y, sobre este último punto, emerge nuevamente la palabra “limite” que, lejos de significar obstáculo, pretende poner al humano en su posición de ser con potencia creadora, pero no omnipotente ni impotente. Los límites a nuestra acción (y al pensamiento y la emoción) nos hacen humanos, ya que reconocen y consideran al otro, así como a la sociedad en la que vivimos. Son contornos, cotos que nos recuerdan la transitoriedad, la existencia de la “otredad”, el que no vivimos solos, ni confinados en nuestra propia existencia, en la fantasía de nuestro ego.
En nuestra lengua, distinguimos el vocablo lujuria del de lascivia. En este caso, suele referirse a un deseo desordenado de orden mental, que no siempre conlleva una acción inapropiada hacia el otro (aunque puede tenerla). El origen semántico nos lleva a “excitación” y los diccionarios lo asimilan a la lujuria, interpretando que es un deseo desordenado de placeres sexuales. En la medida en que la lascivia no deja espacio, o menos del necesario, para la realización de otras actividades, se convierte en un vicio. Vicio entendido como desviación de la energía manifestada de forma común en los demás seres humanos, es decir fuera de lo que se considera “normal”. Y si vicio es dejarse llevar por una pasión, virtud va a ser la manera de corregir el impulso para darle forma, para sacar creatividad de la fuerza pasional. Hoy por hoy se considera una forma “patológica”, enferma el vicio, que toma el vocablo de manía. Cualquiera de los pecados capitales tiene una forma maniaca. El maniaco se ve desbordado por un impuso que, controlado, es calificado de normal.
En cada uno de los desordenes pasionales, calificados como “pecados capitales”, hemos visto una similitud con las descripciones que hace el Eneagrama del carácter con cada una de las pasiones. Es cierto que, en este último, se añade a los siete tradicionales el miedo y la vanidad, que no están descritos como tales en la actual concepción cristiana de los pecados capitales. Sabemos que, históricamente, no siempre fueron siete, aunque hace ya siglos que este número no ha sido revisado por la institución eclesiástica.
En el caso de la lujuria, la tradición eneagrámica, que llega a la actualidad a través de Oscar Ichazo y de Claudio Naranjo, desde el linaje de Gurjieff, se refiere al eneatipo lujurioso dándole una amplitud y significado diferentes.
En el “eneatipo” lujurioso no se produce nada más un impulso sexual desordenado, sino un desarreglo que comporta un avance invasivo hacia los demás, en todos los ordenes, tanto a nivel individual como colectivo. Esa invasión se manifiesta, o puede manifestar, sexualmente pero también en el hecho de considerar lo propio como superior a lo ajeno y como un derecho a obtenerlo por encima del derecho de los demás. El lujurioso eneagrámico es persona sin prejuicios morales suficientes (en su nivel menos “desarrollado espiritualmente”), que satisface sus deseos sin tomar en cuenta los del otro u otros. Se habla aquí de un carácter invasivo que, ante todo, busca su propia satisfacción. Tiene un paralelismo, en la psicología tradicional, con lo que se engloba dentro de los caracteres psicopáticos, con lo que se quiere decir que hay pocos prejuicios y pocos limites morales que no sean los propios. Se suele añadir que es un carácter originado y desarrollado a consecuencia de un anhelo oculto de venganza ante la falta de amor recibido desde la temprana infancia.
No me extiendo sobre los detalles eneagrámicos del o de la lujuriosa, ya que existen manuales en donde quedan reflejados, por activa y por pasiva, como son los “tipos ocho” (lujuriosos).
Como sucede en todas las representaciones del carácter, es poco frecuente encontrar que todos los descriptores habituales de los caracteres de la literatura eneagrámica coincidan en una persona. A efectos de conocer la lujuria como tipo eneagrámico, nos interesa en especial que el/la lujurioso/a eneagrámico/a busca la satisfacción de sus deseos, no solamente sexuales, atravesando las fronteras del contacto sin permiso, o al menos sin permiso explicito, de los demás, e incluso sin previo aviso. Frente a la represión moral se opone una contra-represión caracterológica.
Corresponde decir aquí, al igual que en todos los demás errores capitales del carácter, que existen tipos lujuriosos que tienen dentro de sí ese impulso y lo saben manejar sin caer en la exageración de la pasión. Así como puede pasar con losvanidosos, los miedosos y demás. Otros, por el contrario, se dejan arrastrar por su pasión y hacen difícil, cuando no llena de sufrimiento, la vida propia y la de los demás. Se trata de una confusión entre el limite y la represión. De ahí la necesidad de reflexionar y meditar profundamente sobre el propio carácter pues su debilidad es también su fuerza.
“Es una cosa monstruosa lo que voy a decir, pero lo diré igual: encuentro
en muchas cosas más restricción y orden en mi moral que en mis
opiniones y mi lujuria menos depravada que mi razón.”
Michel de Montaigne
Esta cita resume ese delgado tejido entre dar libertad al impulso personal y dejarse arrastrar por el mismo.
El pensador renacentista francés expone aquí su reflexión sobre cuanto lleva al humano a restringirse y a dejar de lado su libertad desde sus razonamientos y su moral introyectada. Montaigne se refiere aquí a la lujuria entendida como impulso que proviene desde lo más profundo del ser: el ánimo que nos guía más allá de nuestra razón y que, una vez descubierto, puede dar razón a nuestra existencia.
Como todo lo que percibimos, podemos tomarlo como un arma de dos filos. Una hoz que de un lado siega el trigo y, del otro, también los cuellos.
En mi experiencia personal, tuve un maestro encuadrado en este tipo de carácter, así como un hermano, que fue mi padrino, y también un grandísimo amigo. Cada uno de ellos, de forma diferente, fueron evolucionando en su vida pasando por la invasión y desde ahí por la comprensión propia y de los demás con momentos de profunda ceguera. Y puede que, de los tres, lo que más recuerdo en este presente actual es su fraternidad. Ello sin que pueda olvidar una impulsividad y un deseo casi permanente de intensidad que en su momento me desbordaba (ahora ya no), y me sacaba de la comodidad existencial, a la vez que me enseñó una manera diferente de entender mi existencia, desde la experiencia de la que hablan las palabras de Montaigne.
Así como toda persona “vanidosa” no es un “Ken” o una “Barbie” desalmada, tampoco toda persona “lujuriosa” es una psicópata violenta. Esta es la gran dificultad a la hora de entender los caracteres, cualquiera que sea el punto de vista que queramos disponer. Las descripciones que suelen ofrecer los manuales son para hacernos una idea, no para aceptarlo al pie de la letra.
Está bien, como reflexión final, el observar
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La Lujuria, de El Bosco
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que las personas son complejas, evolucionan en el tiempo y en el espacio; ciertamente tienen un núcleo fijo, que es el que llamamos carácter, que es más lo que las “caracteriza” y parece darles una unidad a la par que les impide evolucionar. Pero, por encima de todo, son, y están sometidas a una evolución constante. Un movimiento al que con frecuencia se pone resistencia por temor, por pereza, por ira…
Aquello que se resiste a evolucionar es precisamente el “carácter”, que es rígido y teme romperse si cambia. En otras tradiciones se le denomina “ego”.
Y es la flexibilidad, la adaptación, la claridad de miras, ante un mundo del que formamos parte, y que está siempre en cambio, lo que nos permite alcanzar la sabiduría y, por encima de todo, la paz interior.
Contemplarse compasivamente, permanecer con la mente abierta, curiosa y aceptante, es posiblemente la única forma de entender el carácter.
También el de la lujuria.
“La lujuria merece tratarse con piedad y disculpa, cuando se ejerce para aprender a amar”
Dante Alighieri