viernes, 1 de abril de 2011
Russell y la felicidad
La conquista de la felicidad
Me gusta meditar acerca de la felicidad. La palabra, la sensación, el sentido, la orientación. La percibo en primer lugar enturbiada, en mis orígenes, por una educación falsamente estoica y puritana. Obscurecida por el pensamiento religioso cristiano de que “no es de este mundo”, el cual –según reza la salve- es un “valle de lágrimas”, un período de transición hacia otro mejor (el cielo) si pasamos el juicio severo al morir, o el infierno, si no cumplimos con los mandatos de los interpretes o emisarios de los dioses.
En definitiva, que en esta vida lo que a más se puede aspirar es a pasarlo mínimamente bien, o a sufrir con paciencia para alcanzar estados dignos de tales merecimientos.
Mi vida no ha sido precisamente un infierno. He pasado muy malos momentos de dolor, de pena, de tristeza y otros buenos, cuando no muy buenos. De estos últimos, el compartir con los demás, la contemplación, la amistad, el afecto, la compasión son una buena parte. Otros, el mero disfrute de los bienes que la vida otorga, como la buena mesa, el erotismo, la sensualidad, el arte, el contacto con la naturaleza, con las estaciones, la belleza, la lectura ¡claro que sí, cuantos buenos ratos gracias a otros que nos han legado su pensamiento, su creatividad, su inteligencia! Y seguro que más, pues en un mundo de dualidad, mi ser se ha mecido entre el hedonismo y el casto estoicismo, tratando de sacar el mejor provecho de ambos. Tanto de un rico ayuno en un medio espiritual, como de una opípara comida en grata compañía, como de....
El caso es que el tema de la felicidad en este mundo empezó a llamarme la atención muy tarde, aun cuando creo que he sido un buen practicante desde que lo recuerdo.
Ahora estoy leyendo con deleite el libro de Sir Bertrand Rusell “The conquest of hapiness”, publicado en 1930 (excelente traducción en debolsillo 2006). Rusell era para mi una incógnita. Su ateismo y su racionalismo enfureció a la casta que me educó en aquellos ya lejanos años. Ser “ateo” era algo casi innombrable y, a parte de condenarlo, lo que más se podía hacer era rezar al dios en el que no creían para que creyeran.
Rusell se me hace un tipo tremendamente inteligente, optimista y buena persona (no he leído biografía).Está imbuido por el espíritu de la época (el freudismo), y por el voluntarismo. Ello no es obstáculo para percibir su mente brillante y valiente, desfacedora de tabúes desfasados. Algunas de sus afirmaciones son espléndidas, aderezadas por ese fino sentido del humor británico, una ironía sin agresión, sin sarcasmo. Releyendo el capítulo acerca del pecado y de la culpa, entresaco su afirmación de que nos vamos a regresiones infantiles inconscientes cuando más débiles estamos, atribuyendo a esos estados más certeza que a otros en que nos sentimos fuertes y capaces. Y lo resume en un divertido dicho ingles: “si el diablo estuviese enfermo sería un santo”. A veces hacemos estas regresiones después de pensar que ya hemos descartado el tabú religioso de otros mundos mejores, pero “uno se acuerda de santa Bárbara cuando truena” y la enfermedad, el miedo, la cercanía de la muerte reavivan esos viejos surcos infantiles o culturales y nos hacen pensar que de noche se ve mejor que de día…
Sir Bertrand vivó más de 90 años en un estado de luz intelectual y humana muy grande. No se dejó aplastar por los dimes y diretes sociales o políticos y sus escritos están exentos de nostalgias.
Desde este remoto lugar, en donde las campanas de la enorme iglesia reinan a sus anchas sobre la pequeña población surcada por sus mitos antiguos o recientes, agradezco a mi mano sabia que eligió este pequeño volumen entre medio de numerosas obras de aquella librería. Y también a este momento de felicidad, tras otros de temores y ansiedades, protagonizados por la enfermedad y la regresión a patrones aparentemente superados.
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