Poco a poco parece que mi blog va perdiendo fuelle.
Inevitablemente todo tiende a terminar.
Antes de ello. pretendo terminar los artículos dedicados a los pecados capitales.
El que publico ahora, que lo ha sido en la revista anual de la AETG de este año, pretende no ser por lo tanto el ultimo.
Gracias a los que me leéis y comentáis.
MIGUEL
La envidia como impulso
fraterno
“El gobierno más difícil es el de uno mismo.”
El vocablo
envidia procede del latín: in videre,
meter algo en el ojo. De ahí, algo así
como provocar el mal de ojo. Entendido de esta manera, parece dejar fuera el
sentimiento que mueve a la persona a cometer esa acción una emoción, que es de
pesar o de rabia. Dolor o enojo al no tener para sí mismo lo que se percibe que
tiene otro o los demás: un sentimiento carencial.
La emoción envidiosa (carencia más dolor o
enojo) procede entonces de la sensación de insuficiencia o, más bien, de la de
creerse desprovisto al compararse con el prójimo. Cuando en la familia hay
hermanos, es probable que la comparación aparezca de inmediato con ellos. En
los hijos únicos, el hermano acaba siendo el otro.
La envidia es
un sentimiento que hace sufrir a quien la siente, puesto que se queda fijados en
la privación y en la comparación negativa, cuando no en deseo de arrebatar al
otro lo que tiene. O, simplemente, a despojarle de ello para sentirse menos
desigual. La envidia, al igual que todas las pasiones, nos deja limitados a una
emoción principal, en este caso negativa. Al hacerlo, al dejarnos estar en ese
anclaje, el dolor (en este caso la carencia del algo) se convierte en
sufrimiento. Sufrir puede decirse que es quedarse establecidos en el dolor o en
la emoción negativa.
Sin
embargo, ese mismo sentimiento de falta comparativa es también una posible
fuerza a disposición de quien la siente. Tomar conciencia de ello puede permitir al envidioso pugnar para
conseguir algo que desea, en función de verlo en otro y sin que para ello sea
necesario arrebatárselo. Puede ser algo que nos saque de un estancamiento
personal. Entonces la envidia puede transformarse en un deseo de superación
personal. Al mirar al otro, al hermano/a, al compañero o vecino, hay una movilización hacia una meta
constructiva. Conseguir algo en función
de un deseo que no implica el mal ajeno, sino la consecución del bien propio.
Una buena
parte de los avances de nuestra especie como sujeto global se ha basado en este
impulso comparativo que ha sido un incentivo positivo de progreso, tanto
personal como social. Esa superación se ha producido en todos los campos. Infelizmente
en el dominio del poder y de la guerra,
del homicidio como Caín, pero también en
el de la solidaridad, la cooperación, la agricultura, la ciencia o los medios
de comunicación.
En el campo
del conocimiento personal la envidia ha sido tratada también desde la filosofía
o la reflexión profunda:
La envidia es mil veces más terrible
que el hambre
porque es hambre espiritual.
Don Miguel hace referencia aquí a que el humano, sediento de una base
anímica que le de sentido a su vida, se deja llevar por la corriente de la
envidia. Y ese impulso, que tiene una fuerza mayor que el hambre, está en el fundamento
de sentirse espiritualmente vacío. El hambre física puede saciarse con
alimentos, mas sin embargo el hambre espiritual, de no lograrse un sentido
vital, es un agujero sin fondo que provoca sentimientos negativos, voracidad,
comparación, deseo de tener lo que los demás tienen. Pero esto último no sacia,
pues es confundir un deseo con otro: la posesión de lo material, la carencia de
una cualidad ajena, con una falta de
sentido vital.
Lo que tan prodigiosamente describe Dante en
su Infierno es algo así. Podemos ver en esa fuerza que quiere llenarse con lo
externo, y en particular con lo ajeno, esa avidez insaciable. Ávido en la
medida que nada la llena, ni la adquisición de riquezas ni el mal ajeno, pues
el aliento espiritual está faltando y buscarlo fuera de sí mismo no repara el
hambre, ni repara al hombre.
Unamuno puede
ser que se refiera igualmente a que el hambre espiritual nos hace sufrir “mil
veces” más que la de alimento material. Y ese sufrimiento tan difícil de sobrellevar
nos lleva a negarlo, buscando allí donde nunca lo encontraremos porque ¿cómo
encontrar algo que perdimos fuera del lugar en que lo extraviamos?
Puede decirse
también que ese vacío interior, que tiene procedencias diversas y en ocasiones
muy arraigadas en la historia vita, parte de que la persona envidiosa padece de
una falta de confianza en sí:
“Nadie que confía en sí mismo envidia la virtud del otro.”
Cicerón
Porque confianza en sí es fortaleza,
virtud: es vir, que de allí viene
virtud. Y nadie tiene porqué envidiar al otro lo que ya posee. Y para Cicerón,
si se posee confianza en sí, no es preciso buscarla fuera de sí.
Esto último concuerda
bastante con la falsa sensación de ser peor. Dice el refrán que:
“para muchos el jardín del vecino
siempre está más verde que el propio”
De manera que no se trata ya de que
el mío sea mejor, o
peor, sino de la sensación interior de minusvalía y es ahí donde Cicerón incide
en la autoconfianza, que es fuerza que no se compara. Puede que sea en este
campo donde más frecuentemente vemos la carencia en función del otro, la
carencia fraternal.
Pero la envidia,
otras veces, proviene de la intima relación con el afán de poder. El poderoso
no solamente desea tener algo, sino que desea ser el único que lo tenga. Ya no
se trata, como en el cuento, de ser bella, sino de ser la más bella, de ser
única. Esto produce una sensación de inseguridad que obliga al envidioso a
destruir a quien le pueda hacer sombra, o a no sentirse nunca feliz, pues lo
que tiene puede serle arrebatado por otro y ya no ser el único. Lo que tantas
veces hemos visto en el hermano desplazado por otro u otra más joven.
Y, en este
sentido, así empieza la definición de la Real Academia de la Lengua, que define
la envidia como “tristeza o pesar del bien ajeno”. Entonces, ya no solamente nos
molesta no tener, sino que nos resulta doloroso o terrible que el otro tenga. Llevado a extremos, la felicidad del otro
puede ser insoportable pues podemos desear ser los únicos felices, o hacemos
siempre la comparativa con el bienestar propio en nuestro perjuicio. Por ello,
desde la perspectiva envidiosa, se dice
que es más fácil compadecerse del mal ajeno que de alegrarse de su bien.
El mito bíblico de Abel y su hermano Caín es un dramático ejemplo de la
envidia por el amor del padre, en este caso. Asentado en el dolor de la falta
de amor, la envidia fraterna lleva incluso a matar al envidiado para poder ser
único en ese amor. En el hermano puede verse a quien le arrebata el amor
deseado de los padres o de los demás. De ahí el mito bíblico.
Y así se hace verdadera la frase de
que:
“En la envidia se mezcla el odio con la avaricia, el
orgullo y, a veces, el amor.”
Rosa Chacel
Querer siempre más
para sí mismo por temor a quedarse insatisfecho (avaricia), para poder estar híper-satisfecho
y sentirse único (orgullo) y poder entonces entregarse al amor, pero ¿qué amor?
¿cómo puede el amor surgir de un sentimiento de avidez producido por la
insatisfacción?
Es esa carencia de
amor, acaso originada y alimentada desde la primera infancia en una comparativa
con el otro/a, la que está sustentando la esencia de la envidia y por ende de
la persona envidiosa. Esa pasión que se
apodera de la misma esencia de la persona, haciéndola fantasear que será a
través del deseo ajeno como se satisfaga. Una carencia que trata de llenarse
vicariamente mediante el deseo de los otros, pero que, como dice Unamuno, se
trata de una falta espiritual.
Y, en la palabra
espiritual, podemos incluir y entender
el amor. El amor propio desde luego, pero también el parental, fraternal, social, universal…. La
sensación de ser adecuado, válido para los ojos de los demás que,
primigeniamente, pueden ser los ojos de la madre desde el primer momento de
nuestra existencia. Y para los creyentes que sea el ilimitado amor de Dios. Pero
ese Dios bíblico prefiere los corderos de Abel a los frutos de la tierra de
Caín…
Ese primer instante
en que nos sentimos inadecuados o insuficientes se podría situar en el
nacimiento, así como en el momento mismo de la fecundación, o en la primera
crianza. Puede ser un momento traumático o, más probablemente, un proceso que
se consolida con el tiempo. Hay quien tal vez quiera ir más lejos y acuda al
pálpito des vidas anteriores y así la carencia de amor tendría raíces
“kármicas”.
En ocasiones, la
persona aquejada de la pasión de la envidia se siente además avergonzada de
ello porque:
“Entre los desórdenes
del alma, la envidia es el único inconfesable.”
Plutarco
El autor latino nos aporta
algo diferente y, a mi modo de ver, importante.
Se trata de
un desorden del alma. Entendiendo alma como aquello más profundo con lo que nos
podamos identificar dentro de la identidad personal. Si el alma está aquejada
de la envidia, se entiende que debemos buscar remedios “anímicos”, más allá de
las meras actitudes de cambio conductual.
Un alma
envidiosa es una alma carente de alimento espiritual. Volvemos a Unamuno. Y, si
es inconfesable, es tal vez porque se considera la peor de las pasiones por
parte del envidioso. Estaría ahí una paradoja. Sentirse “el peor” es la única
abundancia del carente. “Soy el que menos recibió, el más necesitado, el más
sufriente”: y en eso se compara y gana.
Y podría ser
que en el envidioso se produzca el desorden de un sufrimiento más allá de lo
necesario. Que sobrepasa lo que parece real: que está en el alma. O más bien se ha incrustado en el
alma. Porque en la envidia hay un lamento, una queja. Acaso esa queja sea
silenciosa, o puede que se convierta en una alarido, en una exclamación de
sufrimiento.
¿Qué más os pude ofender para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿Qué privilegios tuvieron que yo no gocé jamás?
Le hace
decir Calderón a Segismundo en el maravilloso monólogo de “La vida es sueño”.
Incapaz de
ver sus propios “privilegios”, el envidioso clama su pena. No puede darse
cuenta de su realidad y pugna por salir de esa cárcel. Inhábil para percatarse
de qué le hace permanecer allí, de su pasado, de sus propias acciones franqueadas.
De un presente del que no sabe hacerse cargo. Se lamenta entonces de que la
vida exterior, los otros, son los responsables de su sufrimiento y de la
prisión interior en la que se halla atrapado. Busca ahí donde no hay: en la
comparación, en el lamento, en el sufrimiento, en la ira contra el otro…
Superar la
envidia, como todas las pasiones, requiere una atención hacia el mundo interno.
No se trata de algo extrínseco, sino intrínseco al ser. Y lo intrínseco es lo
más complejo de percibir. Pues una y otra vez viene el lamento, la rabia, la
impotencia ante la sensación de ser menos. Y, una y otra vez, el envidioso
busca la solución en el exterior, en cuanto fue preterido, todo lo que su
necesidad no fue oída, atendida.
Al ser la
envidia una “emoción anímica”, requiere de una virtud del mismo tipo: que sane
el alma. La reflexión sobre la realidad ayuda desde una actitud ecuánime.
Siempre y cuando exista el perdón, otra forma de aceptar la realidad y que nos
catapulta al presente.
En Gestalt
se trabaja desde el presente sin dejar de atender a los procesos pasados no
conclusos. Sin negar la influencia sobre el presente, repetidamente la
ecuanimidad es vista como una vía de solución desde lo que existe, desde lo que
hay.
El eterno
aquí y ahora que no niega nada, ni de lo que hubo ni de lo que tal vez sucederá.
Traemos la
atención al presente tantas veces como sea necesario y con todas las opciones
disponibles.
“Tener suficiente dominio de sí mismo para juzgar a los
otros por comparación con nosotros mismos,
y obrar en relación a ellos tal como desearíamos que
obrasen con nosotros:
a esto es a lo que puede llamarse doctrina de la
humanidad;
no hay nada más
allá de esto.”
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