
Memo: mito y realidad
Ha aparecido una nueva edición del libro “La locura lo cura”, que escribiera Guillermo G. Borja, “Memo”, unos meses antes de morir. Más que escribirlo, casi lo dictó, en la época de reclusión obligatoria antes de fallecer.
Apenas he ojeado esta versión, que se organizó en Barcelona, a diferencia de la primera que fue una edición mexicana, como su autor.
Me llama la atención como, a medida que los años van pasando inexorablemente desde su fallecimiento en 1995, la versión de la figura de Memo ha ido cambiando, incluso para las personas que tuvieron un trato bastante directo con el. Por ejemplo, se insiste en que se le apodaba Memonio, aludiendo a su personalidad aparentemente ligada al mismo Belcebú. Digo aparentemente porque quiero imaginar que se trata de una manera de afirmar que, si bien su apariencia podía ser diabólica, quien le conocía sabía que era eso, nada más que una apariencia.
En todo caso, llamar a alguien con ese nombre lleva consigo mucha responsabilidad, o al menos eso me parece.
En los más de 14 años de relación personal e intensiva que tuve con Memo, en los cuales fue mi terapeuta, mi maestro y mi amigo, en fases sucesivas, solamente oí eso de Memonio en los talleres que tenían lugar en Babia, un lugar así apodado en Almería, en los que tuvieron lugar cursos ligados a Claudio Naranjo, entre otros. Que yo sepa, jamás en México se le conoció por ese nombre.
Pero parece servir para darle una personalidad excepcional, lo que sin duda tenía, aunque eminentemente humana.
En mi recuerdo, Guillermo fue un carácter ligado a un montón de pasiones. Profundamente intensas todas ellas, que iban desde la explosión iracunda, a la bondad más hermosa, pasando por pecados y virtudes totalmente humanos. Gustaba de proteger a los débiles y de enfrentarse a los poderosos, dentro de una escala normal, sin que eso le llevara a ser Robin Hood.
Comprendía y facilitaba la aceptación de las faltas ajenas, lo que como terapeuta resultaba casi siempre muy beneficioso, al tiempo que se burlaba y se mofaba de la casi infinita capacidad de sus acompañantes por parecer lo que en verdad no eran, lo que no siempre hacía con empatía, ni menos con falsa bondad.
Incluso en sus momentos de empobrecimiento debido al alcohol, si uno se prestaba a escuchar y no a defenderse, solía dar en el clavo de la pasión profunda del otro, lo que no siempre se acompañaba con el reconocimiento de la propia.
Su vida como terapeuta fue propulsada por una mecha de falta de autocompasión y de deseo de progreso, y dificultada por una veta de destructividad que le puso ante las puertas de la muerte, mucho antes de lo que le hubiera correspondido por edad y por energía.
Ahora, muchos lo anhelan, otros lo fantasean o convierten en un mito humano. A mi me parece una lástima que se haga así con alguien que usó siempre su humanidad como herramienta poderosa en la relación terapéutica, mostrándose y arriesgándose mucho en el contacto.
Creo que lo que más y cuando más aprendí de él fue al poder verlo, a medida que me lo fui permitiendo. Desde ahí, se creó una relación humana que traspasó las habituales fronteras de “paciente/terapeuta”. El saber que todos sus títulos eran ficciones, y que sin embargo su interés por saber era verdadero, que su intuición era muchas veces asombrosa y su deseo de quitar el velo a lo falso era auténtico, que utilizo sus años de prisión para llevar a cabo una labor de ayuda a los más desfavorecidos emocional, social y económicamente, todo eso pone a Guillermo no a la altura de un “santo” católico (lo que por otra parte esta lejos de ser una meta, vista la larga lista de falsos santos llevado a los altares por la política eclesial), ni de un mito terapéutico, sino a la altura de un hombre, con sus pasiones y sus errores, con su enorme entusiasmo vital al servicio, en tantas ocasiones, de los demás.
Lo que creo que atraía más de Memo era eso precisamente: el entusiasmo, la fuerza vital, la dedicación plena a la virtud y al vicio, la atención absoluta a cada cosa que hiciera, fuera dormir o emborracharse, o bailar, enamorar o ayudar al otro.
Pienso que en su casa o en su consulta había un cartel que advertía: “abstenerse los tibios”, pues los tibios eran evangélicamente calentados o se salían de su presencia.
En la consulta siempre veo la figura pintada por David Beuchot de Don Quijote y sus palabras, cercano ya a partir:
“Vámonos poco a poco,
pues ya en los nidos de antaño
no hay pájaros hogaño
Yo fui loco
Y ya soy cuerdo
Fui don Quijote de la Mancha
Y soy agora Alonso Quijano el Bueno”.
¡Ni Memonio ni Santonio, oiga Vd! : Llámeme simplemente Memo... o Doc, como le gustaba a él.