domingo, 17 de mayo de 2015

Los adioses



Las plantas, mi vida y los adioses

   Cuando era niño solía ir al parque con mi abuela. Creo que fue la primera persona que me enseñó a reconocer y a amar las plantas. Solíamos ir con un pequeño cuchillo a coger puerros silvestres y hojas para la ensalada. Miraba los árboles con admiración y con dulzura y le fascinaban las lilas y las rosas que abundaban en aquél lugar.

   Ya medio adolescente mi profesora de botánica en el liceo me hizo profundizar más, con el aprendizaje más amplio de todo tipo de plantas. Poníamos a secar entre periódicos las hojas y flores y fabricábamos un “herbolario”, con su nombre en latín y en castellano.

    Luego supe que grandes hombres como Rousseau y Jung habían amado y respetado a nuestros compañeros de vida vegetales y me sentí más acompañado.

   Con el tiempo, me vine a dar cuenta que pasear entre el bosque o en los grandes parques me producía una especial sensación de  serenidad, alegría y de contento. De ahí, me puse a contemplar aquellos seres de tan distintas especies y de gustos  y hábitats tan diferentes. Árboles y arbustos, plantas pequeñas o herbáceas, líquenes, son todos ellos seres que me acompañan desde hace muchos años.

   Ahora, en muchas ocasiones, comparo los hechos de la vida –y de la mía en particular- con lo que les pasa a las plantas.

   Observo qué he sembrado en mi vida. Unas cosas las he querido sembrar y otras no. O he podido.
De las que he sembrado algunas se murieron antes de crecer y no se han desarrollado. Otras han crecido. Algunas llegaron a florecer con esplendor, otras no. Algunas de las que florecieron llegaron a dar fruto y esos frutos fueron sabrosos y nutritivos.

   Sin embargo, grandes  y florecientes esperanzas no fructificaron y se quedaron ahí, como mera belleza que sirvió para que abejas  se lo llevaron para hacer mieles que otros probaron.

    Y lo que más duro me resulta en estos días  es que alguno frutos que eran dulces se han tornado amargos. O el árbol que con tanto amor cuidé, se secó.

   Y es que las plantas, al igual que los hechos y las relaciones humanas, que las obras que hago en mi vida, tienen su propio destino, no siempre dependiente de que las cuide, las abone o las riegue.

  
    Aunque cuando el árbol no da frutos ni tampoco sombra, a veces da madera para calentar o para hacer algún objeto útil para sembrar nuevas plantas.

   Y me resulta duro y doloroso el recuerdo de aquellas flores, de aquellas sombras, de aquellos frutos.

   Y bien dice el filósofo, nada permanece, todo cambia.


   


































Las plantas se nos asemejan de forma maravillosa. Me pregunto si también les duele el fracaso y la separación.

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