jueves, 18 de julio de 2019

Elegía de Claudio Naranjo (1932-2019)

                  Claudio  Naranjo 

Nos conocimos en 1983,  en la ciudad de  México, en donde yo trabajaba por entonces. Fue a través de Guillermo G. Borja (Memo), por entonces mi terapeuta, quien lo había adoptado como maestro.
  Claudio produjo en mí una  impresión profunda desde el primer momento. A partir de aquel tiempo,  su enseñanza me ha seguido de cerca y me ha animado a mantenerme en el camino de la psicoterapia, en el camino simplemente. Supe de sus primeros trabajos en relación al Eneagrama y a la estructura del carácter, allá por el año 1984. A partir de ahí y tras la  gran divulgación que  se ha producido en este tema, su investigación sigue siendo una guía para todos los que con él nos iniciamos. Para mí, el recuerdo del vacío que se deriva de  cada uno de los rasgos y la búsqueda de sentido subyacente, es una aportación que se mantiene en el curso de mi vida y de mi propia enseñanza.
 Quisiera destacar tres aspectos de la personalidad de Claudio que me han servido de enseñanza.
  Creo que algo que siempre me ha gustado fue su sentido de la curiosidad. En su itinerario de vida, en la que tantas personas relevantes se  le han cruzado, ha sabido detenerse cerca  sin que eso altere su  propia trayectoria. Siempre dije que me hubiera gustado hacerle una entrevista sobre sus propios encuentros con gentes notables, de los que alguna vez nos ha dado noticia. Una vida tan rica tiene mucho que legar y Claudio supo hacerlo, dedicando estos años últimos a escribir prolíficamente.
  Esta curiosidad le hizo pasar por muy diversas enseñanzas, de las que nos ha hecho partícipe en sus cursos, en sus talleres y en sus escritos. Y, este mismo sentido, me recuerda, en tantos ratos pasados con él, como se  dedicó con esmerada atención a las distintas personas que por él pasaron, cientos o miles, en los muy diversos talleres que ha ido creando y entre los que el SAT (searchers after truth) ha sido uno de sus más  creativos. Pocas actividades he disfrutado tanto como aquellos meses pasados con los compañeros y compañeras, entre 1987  y 1990, en aquél prodigioso lugar que se llamó Babia, en Almería que habia fundado el malogrado Ignacio Martín Pollo.
La figura de Claudio, su orientación en momentos en que mi carácter empezaba a cambiar radicalmente, deslizándose por la senda de la meditación profunda, fue primordial. La aceptación de la propia locura, en el sentido de darme permiso para admitir las distintas posibilidades de la realidad y de su percepción, han constituido para mi un principio básico desde aquellos años. Y ver al maestro desde su propia realidad, como uno  más, me ha adentrado en esa aceptación de mi mismo y de las si mismos de los otros. Recuerdo una vez que le dije lo difícil que me resultaba dirigirme a él. Evoco su mirada sin palabras, quitando importancia a mi momento de timidez, ese instante de aceptación de lo que hay, y mi propia mente diciéndome algo así como “no fuerces las cosas, todo llega en su momento...”. Hoy veo al hombre, a su trayectoria de vida y el no juicio  está aquí conmigo. Las cosas son como son y las personas también. Es quizás mi más amado instrumento terapéutico.
Esta curiosidad que le llevó a las selvas sudamericanas, a la investigación en el campo de los enteógenos, al psicoanálisis junguiano, a la Gestalt, a enfoques terapéuticos diversos, a la música, a la meditación desde prismas diferentes y un inmenso etc. Todo esto es una enseñanza en sí misma sobre la variedad  del camino, la necesidad de seguir investigando, pues la vida, dentro de su brevedad comparativa, es un prodigioso crisol de experiencias que nos ayudan a ir aceptando, entendiendo, o conviniendo que no podemos entender. Los ojos de curiosidad aceptante del maestro me ayudan en esos momentos difíciles de la vida. Me auxilian reflejándose en los míos. Mi propia boca es ahora la que dice “no sé porqué la Gran Madre ahoga a sus hijos, pero tal vez no ha llegado el momento de saber”. Y, así, mi consciencia se va abriendo, dejando entrar ese otro filo de la Inmensa Realidad.
Sabiduría. Es esta una cualidad que encaja no solamente en la capacidad de saber y de relacionar los conocimientos entre sí. Sin duda, para una personalidad intelectual como la mía, la capacidad de Claudio es deslumbrante. No es sólo lo que vi que sabía, sino como era capaz de relacionar los conocimientos entre sí. Lo mismo los mitos, que los aspectos más complejos del psicoanálisis, la literatura universal... se entremezclan en este hombre sabio. Con todo, esta sabiduría no es la que hoy más me emociona. Lo que más me conmueve  son esos momentos pasados en meditación, en sus distintos estilos y en los que la mente se olvida de sí misma, lejos ya del susto inicial ante la nada o el vacío. Ese conocimiento también lo compartí con él, desde el desapego. Una cualidad que hoy requiero, a medida que mi vida avanza y que la cuesta de la montaña se hace más solitaria.
El desapego es una tercera cualidad que destaco de Claudio. Profundamente ligado a la sabiduría y a la curiosidad, esta facultad me permite ver las dos caras de una misma moneda. Por un lado, está la posibilidad de no inmiscuirse en nada accesorio en la vida, en contemplar siempre como meta lo esencial. Es compatible con la ambición de realizar los fines que cada quien debe plantearse, acordes con las capacidades a desarrollar. Es un recordatorio de la transitoriedad, de la evolución en la que estamos inmersos, en vida al menos. 
Por otro lado, para mí, es, así mismo, una toma de conciencia de que el desapego no es una falta de interés hacia lo que me atañe, hacia lo que amo o hacia quienes amo. Muy al contrario, es la constatación de que mi vida merece ser vivida incluso con su carácter perecedero. Tomando lo que hay con la máxima implicación. Y, sin embargo, dejando pasar aquello que ya no tiene sentido en el presente.  De esta manera, el desapego va unido al entusiasmo y a la tenacidad en las metas y en los afectos.
Tres cualidades en una persona que es un hito entre todos los que le hemos conocido y admirado. Como Ulises, acercándose a Itaca, la vida de Claudio estuvo llena de experiencias, de enseñanzas, de maestría que ha sabido y está pudiendo transmitir.
Que la paz te acompañe Claudio




                                                  Miguel Albiñana

lunes, 13 de mayo de 2019

La envidia


Poco a poco parece que mi blog va perdiendo fuelle.
Inevitablemente todo tiende a terminar.
Antes de ello. pretendo terminar los artículos dedicados a los pecados capitales.
El que publico ahora, que lo ha sido en la revista anual de la AETG de este año, pretende no ser por lo tanto el ultimo.
Gracias a los que me leéis y comentáis.
MIGUEL







La envidia como impulso fraterno


“El gobierno más difícil es el de uno mismo.”

   El vocablo envidia procede del latín: in videre, meter algo en el ojo.  De ahí, algo así como provocar el mal de ojo. Entendido de esta manera, parece dejar fuera el sentimiento que mueve a la persona a cometer esa acción una emoción, que es de pesar o de rabia. Dolor o enojo al no tener para sí mismo lo que se percibe que tiene otro o los demás: un sentimiento carencial.
La  emoción envidiosa (carencia más dolor o enojo) procede entonces de la sensación de insuficiencia o, más bien, de la de creerse desprovisto al compararse con el prójimo. Cuando en la familia hay hermanos, es probable que la comparación aparezca de inmediato con ellos. En los hijos únicos, el hermano acaba siendo el otro.


La envidia es un sentimiento que hace sufrir a quien la siente, puesto que se queda fijados en la privación y en la comparación negativa, cuando no en deseo de arrebatar al otro lo que tiene. O, simplemente, a despojarle de ello para sentirse menos desigual. La envidia, al igual que todas las pasiones, nos deja limitados a una emoción principal, en este caso negativa. Al hacerlo, al dejarnos estar en ese anclaje, el dolor (en este caso la carencia del algo) se convierte en sufrimiento. Sufrir puede decirse que es quedarse establecidos en el dolor o en la emoción negativa.

Sin embargo, ese mismo sentimiento de falta comparativa es también una posible fuerza a disposición de quien la siente. Tomar conciencia de ello   puede permitir al envidioso pugnar para conseguir algo que desea, en función de verlo en otro y sin que para ello sea necesario arrebatárselo. Puede ser algo que nos saque de un estancamiento personal. Entonces la envidia puede transformarse en un deseo de superación personal. Al mirar al otro, al hermano/a, al compañero o vecino,  hay una movilización hacia una meta constructiva. Conseguir  algo en función de un deseo que no implica el mal ajeno, sino la consecución del bien propio.

   Una buena parte de los avances de nuestra especie como sujeto global se ha basado en este impulso comparativo que ha sido un incentivo positivo de progreso, tanto personal como social. Esa superación se ha producido en todos los campos. Infelizmente en el dominio del poder  y de la guerra, del homicidio como Caín,  pero también en el de la solidaridad, la cooperación, la agricultura, la ciencia o los medios de comunicación.

   En el campo del conocimiento personal la envidia ha sido tratada también desde la filosofía o la reflexión profunda:

La envidia es mil veces más terrible que el hambre
porque es hambre espiritual.

    Don Miguel hace referencia aquí a que el humano, sediento de una base anímica que le de sentido a su vida, se deja llevar por la corriente de la envidia. Y ese impulso, que tiene una fuerza mayor que el hambre, está en el fundamento de sentirse espiritualmente vacío. El hambre física puede saciarse con alimentos, mas sin embargo el hambre espiritual, de no lograrse un sentido vital, es un agujero sin fondo que provoca sentimientos negativos, voracidad, comparación, deseo de tener lo que los demás tienen. Pero esto último no sacia, pues es confundir un deseo con otro: la posesión de lo material, la carencia de una cualidad ajena,  con una falta de sentido vital.

 Lo que tan prodigiosamente describe Dante en su Infierno es algo así. Podemos ver en esa fuerza que quiere llenarse con lo externo, y en particular con lo ajeno, esa avidez insaciable. Ávido en la medida que nada la llena, ni la adquisición de riquezas ni el mal ajeno, pues el aliento espiritual está faltando y buscarlo fuera de sí mismo no repara el hambre, ni repara al hombre.

Unamuno puede ser que se refiera igualmente a que el hambre espiritual nos hace sufrir “mil veces” más que la de alimento material. Y ese sufrimiento tan difícil de sobrellevar nos lleva a negarlo, buscando allí donde nunca lo encontraremos porque ¿cómo encontrar algo que perdimos fuera del lugar en que lo extraviamos?

Puede decirse también que ese vacío interior, que tiene procedencias diversas y en ocasiones muy arraigadas en la historia vita, parte de que la persona envidiosa padece de una falta de confianza en sí:

“Nadie que confía en sí mismo envidia la virtud del otro.”
Cicerón

    Porque confianza en sí es fortaleza, virtud: es vir, que de allí viene virtud. Y nadie tiene porqué envidiar al otro lo que ya posee. Y para Cicerón, si se posee confianza en sí, no es preciso buscarla fuera de sí.


Esto último concuerda bastante con la falsa sensación de ser peor. Dice el refrán que:

“para muchos el jardín del vecino siempre está más verde que el propio”

De manera que no se trata ya de que el mío sea mejor, o peor, sino de la sensación interior de minusvalía y es ahí donde Cicerón incide en la autoconfianza, que es fuerza que no se compara. Puede que sea en este campo donde más frecuentemente vemos la carencia en función del otro, la carencia fraternal.

Pero la envidia, otras veces, proviene de la intima relación con el afán de poder. El poderoso no solamente desea tener algo, sino que desea ser el único que lo tenga. Ya no se trata, como en el cuento, de ser bella, sino de ser la más bella, de ser única. Esto produce una sensación de inseguridad que obliga al envidioso a destruir a quien le pueda hacer sombra, o a no sentirse nunca feliz, pues lo que tiene puede serle arrebatado por otro y ya no ser el único. Lo que tantas veces hemos visto en el hermano desplazado por otro u otra más joven. 

Y, en este sentido, así empieza la definición de la Real Academia de la Lengua, que define la envidia como tristeza o pesar del bien ajeno”. Entonces, ya no solamente nos molesta no tener, sino que nos resulta doloroso o terrible que el otro tenga.  Llevado a extremos, la felicidad del otro puede ser insoportable pues podemos desear ser los únicos felices, o hacemos siempre la comparativa con el bienestar propio en nuestro perjuicio. Por ello, desde la perspectiva envidiosa,  se dice que es más fácil compadecerse del mal ajeno que de alegrarse de  su bien.

El mito bíblico de Abel y su hermano Caín es un dramático ejemplo de la envidia por el amor del padre, en este caso. Asentado en el dolor de la falta de amor, la envidia fraterna lleva incluso a matar al envidiado para poder ser único en ese amor. En el hermano puede verse a quien le arrebata el amor deseado de los padres o de los demás. De ahí el mito bíblico.

Y así se hace verdadera la frase de  que:

En la envidia se mezcla el odio con la avaricia, el orgullo y, a veces, el amor.”
Rosa Chacel

    Querer siempre más para sí mismo por temor a quedarse insatisfecho (avaricia), para poder estar híper-satisfecho y sentirse único (orgullo) y poder entonces entregarse al amor, pero ¿qué amor? ¿cómo puede el amor surgir de un sentimiento de avidez producido por la insatisfacción?

Es esa carencia de amor, acaso originada y alimentada desde la primera infancia en una comparativa con el otro/a, la que está sustentando la esencia de la envidia y por ende de la persona envidiosa.  Esa pasión que se apodera de la misma esencia de la persona, haciéndola fantasear que será a través del deseo ajeno como se satisfaga. Una carencia que trata de llenarse vicariamente mediante el deseo de los otros, pero que, como dice Unamuno, se trata de una falta espiritual.

Y, en la palabra espiritual, podemos  incluir y entender el amor. El amor propio desde luego, pero también  el parental, fraternal, social, universal…. La sensación de ser adecuado, válido para los ojos de los demás que, primigeniamente, pueden ser los ojos de la madre desde el primer momento de nuestra existencia. Y para los creyentes que sea el ilimitado amor de Dios. Pero ese Dios bíblico prefiere los corderos de Abel a los frutos de la tierra de Caín…

Ese primer instante en que nos sentimos inadecuados o insuficientes se podría situar en el nacimiento, así como en el momento mismo de la fecundación, o en la primera crianza. Puede ser un momento traumático o, más probablemente, un proceso que se consolida con el tiempo. Hay quien tal vez quiera ir más lejos y acuda al pálpito des vidas anteriores y así la carencia de amor tendría raíces “kármicas”.

En ocasiones, la persona aquejada de la pasión de la envidia se siente además avergonzada de ello porque:

Entre los desórdenes del alma, la envidia es el único inconfesable.”
Plutarco

El autor latino nos aporta algo diferente y, a mi modo de ver, importante.

Se trata de un desorden del alma. Entendiendo alma como aquello más profundo con lo que nos podamos identificar dentro de la identidad personal. Si el alma está aquejada de la envidia, se entiende que debemos buscar remedios “anímicos”, más allá de las meras actitudes de cambio conductual.

Un alma envidiosa es una alma carente de alimento espiritual. Volvemos a Unamuno. Y, si es inconfesable, es tal vez porque se considera la peor de las pasiones por parte del envidioso. Estaría ahí una paradoja. Sentirse “el peor” es la única abundancia del carente. “Soy el que menos recibió, el más necesitado, el más sufriente”: y en eso se compara y gana.

Y podría ser que en el envidioso se produzca el desorden de un sufrimiento más allá de lo necesario. Que sobrepasa lo que parece real: que está en el alma. O más bien se ha incrustado en el alma. Porque en la envidia hay un lamento, una queja. Acaso esa queja sea silenciosa, o puede que se convierta en una alarido, en una exclamación de sufrimiento.

 O es posible que se transforme en una agresión al mundo que le condena a tener, de por vida, menos que los demás:

¿Qué más os pude ofender para castigarme más?
¿No nacieron los demás?
Pues si los demás nacieron,
¿Qué privilegios tuvieron que yo no gocé jamás?

    Le hace decir Calderón a Segismundo en el maravilloso monólogo de “La vida es sueño”.

Incapaz de ver sus propios “privilegios”, el envidioso clama su pena. No puede darse cuenta de su realidad y pugna por salir de esa cárcel. Inhábil para percatarse de qué le hace permanecer allí, de su pasado, de sus propias acciones franqueadas. De un presente del que no sabe hacerse cargo. Se lamenta entonces de que la vida exterior, los otros, son los responsables de su sufrimiento y de la prisión interior en la que se halla atrapado. Busca ahí donde no hay: en la comparación, en el lamento, en el sufrimiento, en la ira contra el otro…

Superar la envidia, como todas las pasiones, requiere una atención hacia el mundo interno. No se trata de algo extrínseco, sino intrínseco al ser. Y lo intrínseco es lo más complejo de percibir. Pues una y otra vez viene el lamento, la rabia, la impotencia ante la sensación de ser menos. Y, una y otra vez, el envidioso busca la solución en el exterior, en cuanto fue preterido, todo lo que su necesidad no fue oída, atendida.

Al ser la envidia una “emoción anímica”, requiere de una virtud del mismo tipo: que sane el alma. La reflexión sobre la realidad ayuda desde una actitud ecuánime. Siempre y cuando exista el perdón, otra forma de aceptar la realidad y que nos catapulta al presente.

En Gestalt se trabaja desde el presente sin dejar de atender a los procesos pasados no conclusos. Sin negar la influencia sobre el presente, repetidamente la ecuanimidad es vista como una vía de solución desde lo que existe, desde lo que hay.

El eterno aquí y ahora que no niega nada, ni de lo que hubo ni de lo que tal vez sucederá.

Traemos la atención al presente tantas veces como sea necesario y con todas las opciones disponibles.




Sabiendo que somos únicos, y no los únicos importantes, en una realidad que fluye permanentemente. La cooperación fraterna se superpone a la lucha por ser el mejor, por disponer de más atención. Por ser el más querido.


“Tener suficiente dominio de sí mismo para juzgar a los otros por comparación con nosotros mismos,
y obrar en relación a ellos tal como desearíamos que obrasen con nosotros:
a esto es a lo que puede llamarse doctrina de la humanidad;
 no hay nada más allá de esto.”