Libertad para vivir y para morir (En
recuerdo de A.)
Hace unas semanas A. me dejó un
mensaje en el contestador. Se había acordado de mi y me llamaba para
despedirse.
Al poco tiempo,
logramos hablar directamente. Hacia ya bastantes años que no nos veíamos,
aunque ocasionalmente me habían dado noticias de su difícil situación emocional
y psicológica.
En la conversación por teléfono me compartió que estaba harto
de vivir. Que su vida no hacía sino causarle sufrimiento, que involuntaria o
voluntariamente descargaba en las pocas personas que le rodeaban y le querían y
a las que, en consecuencia, también hacia sufrir.
Para él la situación hacia tiempo
que había llegado a un límite intolerable y por deferencia a determinadas
personas, había aguardado un tiempo para ejecutar su decisión, que era ahora inaplazable
e irrevocable.
Su voz me llegaba
estremecedoramente tranquila y reposada. Su tono absolutamente resuelto y
decidido. La llamada –me dijo- era un adiós, una despedida a tiempos pasados
juntos, a memorias de otrora que recordaba con gusto.
Su llamada era también un reconocimiento,
según me dijo, al afecto y al respeto que había sentido y sentía por mi y que
sabía recíproco.
Tal vez por lo impresionado que
me sentía, tal vez porque no podía admitir que una persona relativamente joven
pensara en “quitarse de en medio” (con sus propias palabras), y sin duda por el
cariño que le guardaba, intenté
disuadirle de su decisión con argumentos que ahora me parecen insuficientes: la
responsabilidad familiar y de amistad, la posibilidad de iniciar algún
tratamiento psicológico o médico para mejorar su calidad de vida, la
posibilidad de que el futuro deparara mejores situaciones… Nada de esto le
conmovió. Su disposición era firme, razonada y consciente, incluso diría que
con el grado máximo de consistencia.
Tras llevar a cabo algunos contactos
que me pareció debía y necesitaba
hacer en relación a A., quedé sumergido en un vacío. No es mi interés ahora narrar todas las cosas que
fueron pasando en aquellos días, hasta que, al poco tiempo, un amigo común me
llamó para decirme que la víspera A. había llevado a cabo su medida. Según
supe, murió tranquilamente sentado en su sofá, tras haber pasado la tarde
anterior con alguno de sus más directos conocidos.
¿Porqué comparto esta triste
vivencia? Por que, a raíz de su desaparición, fueron muchas las veces que pensé
y todavía pienso en esta persona. Me motivó a indagar algo más sobre el
panorama de la libertad para quitarse la vida y más tomando en cuenta que suele
ser algo que deja un poso amargo y suele ser mal aceptado, cuando no condenado, socialmente.
Está claro para mi que disponer
sobre la propia vida es una
decisión libre y clara y no por ello difícil. Clara particularmente y no por
ello menos dramática, en casos en que seguir vivo solamente puede acarrear
mayor sufrimiento físico, como en el caso del Ramón de la película “Mar
adentro” (Alejandro Amenabar, 2004), o en casos en que la muerte se ha
producido ya a nivel cerebral y se
trata de desenchufar los prolongadores artificiales de la vida
vegetativa.
Pero ¿y si se trata de una
decisión tomada libremente porque ya la vida no vale la pena a quien la vive?
Algunos profesionales de la psicología dirán que puede tratarse de una locura
transitoria, de una depresión tratable y por tanto que hay que “curar” a esa
persona que padece una “locura transitoria”. Los que comparten ideas y
creencias “religiosas” pueden alegar que la enfermedad es un sufrimiento que debemos aceptar,
porque así lo quiere la divinidad que busca nuestro bien y que nosotros no
somos capaces de alcanzar esa suprema visión…. Determinadas corrientes filosóficas
argüirán que la vida es un valor soberano, el mayor desde el punto de vista
axiológico y que ha de ser valorado y respetado por encima de las volubles e
inconstantes valoraciones personales…
Ninguna de esas argumentaciones
me vale al día de hoy. Al menos cuando se da una decisión libremente aceptada,
hasta donde conozco el sentido de la palabra libertad.
Unos días después de la
desaparición de A. fui casualmente al cine. Iba a ver un film y me equivoqué
sincrónicamente de sala. El error me llevó a ver: “Cinco días sin Nora” (un
film de la directora mexicana Mariana
Chenillo). Una mujer que se quita la vida, harta de sufrir emocionalmente,
castigada por lo que podríamos llamar depresión profunda e incurable. El tema
de la historia es la incomprensión ante el suicidio, de los familiares, de los
amigos, de los religiosos (en este caso judíos).
Pero la protagonista ha preparado
muy decentemente su partida, procurando no solamente no hacer daño, sino hacer
el mayor bien al tiempo que está “quitándose de en medio”. La trama se va
desarrollando de tal manera que acabé sintiendo un profundo respeto y cariño
hacia la mujer, aún lamentando su muerte y entendiendo el enfado y la sensación
de abandono de los que la rodeaban.
Y me ayudó mucho a entender a A. y también mis propias sentimientos.
Me di cuenta de que, en un
principio, había sentido enojo por la pérdida y frustración por no haber sabido
“convencerle” de que permaneciera en este mundo hasta que le tocara la Parca. Había
algo egoísta en mi. Pero más tarde,
y tras algunas sesiones de meditación y de reflexión, percibí la enorme
libertad que esta persona se había dado, aún cuando haya podido causar dolor
por su desaparición a mi y más todavía a personas bastante más cercanas a él que yo mismo.
Desconozco a estas alturas si la
libertad es una facultad real del humano o es simplemente una categoría
filosófica, social, religiosa o incluso penal. Puede que, cuando lleguemos a
tener mayores datos sobre el cerebro, tengamos perspectivas diferentes y más certeras de las actuales.
Pero, suponiendo que esa tal libertad exista, es decir que
podamos tomar decisiones diferentes ante una misma situación, esa libertad
conlleva para mi el disponer de la propia vida, como algo maravilloso sin duda,
el mayor valor con casi total seguridad, pero cuya administración nos corresponde de acuerdo con
nuestras facultades.
Y dentro de ese margen de
libertad, está calibrar si vivir o continuar viviendo es algo deseable, o ha
dejado de serlo, tomando, en consecuencia, todos los elementos que componen
nuestra vida, esa configuración, esa gestalt, que nos vincula a los otros y al
universo entero.
Por supuesto que se trata de una
opinión personal, fruto también de que no creo en ningún ser superior que opine
lo contrario.
El escritor francés Albert Camus
se atribuye la frase de que “lo único verdaderamente importante en este universo
es decidir si uno quiere o no seguir viviendo” (probablemente hace una alusión mucho
más directa al suicidio). Vivimos en un mundo lleno de contradicciones y de
oposiciones, de las que destaco ahora simplemente amor y odio, placer y dolor,
vida y muerte, creación e indiferencia… Vivimos una vida necesariamente
limitada, en tiempo y en espacio. Y como mucho de un centenar de años. Para
algunos, ese espacio/tiempo puede ser casi un paraíso. Para otros casi un
infierno.
Nada nos obliga a estar vivos. Si lo estamos, puede ser por instinto, por
amor, por responsabilidad, por deseo, por responsabilidad. Pero, ciertamente,
no por obligación, ni porque alguien nos vaya a castigar si decidimos partir
antes de lo que se supone que deberíamos. Sé que esto contradice muchos
códigos. Actualmente no comulgo con ellos.
Para mi, la vida es un largo
aprendizaje hacia la libertad y hacia la responsabilidad. Y, en este campo, la libertad es llegar a tomar únicamente
las determinaciones que hacen bien, a sí mismo y a los demás. Por libertad, no
por deber ser.
No autorizo a los demás a tomar
esas decisiones por mi. Al día de hoy, asumo totalmente esa “libertad” y pido a
los que me quieren que la respeten y que me ayuden a llevarla a cabo. En la
vida principalmente, pero también en la muerte.
Por eso tal vez, siento paz al pensar ahora en A. Tomó su
decisión y fue respetado en ella. También siento tristeza por su ausencia. Pero
esa es mía, y muy probablemente no suya.
En el film de Nora, un rabino más
sabio que otro acepta que sea enterrada con su familia y no relegada a un
camposanto frío en donde yacen ateos y asesinos por igual. como pretendía la
religión oficialista. El rabí le dice al hijo que busca un lugar decente de
entierro para su madre, cuando le pregunta sobre la opción de la difunta, estas sabias palabras:
“solamente dios sabe lo que pasa por la mente de una persona cuando muere
¡quienes somos nosotros para juzgarla!”.
Descanse en paz A.
Y, para mi mismo, recuerdo que
nadie muere. Simplemente unos se esfuman antes que otros.
19
de octubre de 2012